Fogwill, el brillo y la irreverencia

Se cumple hoy 12 años sin Rodolfo Enrique Fogwill (1941-2010), el autor de Los pichiciegos, uno de los narradores decisivos de la literatura argentina. Un recorrido por su vida y su obra.

Un Día Como Hoy 21/08/2022 Hora: 15:07
Fogwill, el brillo y la irreverencia
Fogwill, el brillo y la irreverencia

La literatura no cuenta historias sino maneras de contar historias”, decía Rodolfo Enrique Fogwill, uno de los autores argentinos más originales e inconformistas del último medio siglo. No es un hecho menor que sus apariciones públicas –que dieron que hablar casi tanto como su narrativa– también traficaran una mirada del mundo, tan lúcida y brutal en su expresión que devolvía y despertaba reacciones de gran contraste, entre la rabia y el fanatismo, incluso el pavor.

La manera en que el escritor encaró su propia vida, así como su legado literario, insoslayable para las generaciones que siguieron, termina en eslabones de ese mismo despliegue que encontró para contarse a sí mismo.

Fogwill, el irreverente, irrumpió en la escena literaria argentina de las últimas décadas del siglo XX con gestos inéditos. El país transitaba, entonces, el último tramo de la dictadura e iniciaba su marcha hacia la recuperación democrática, tras la guerra de Malvinas.

Durante las siguientes tres décadas, y mientras daba forma a una serie de libros que causarían impacto estético, el escritor cuestionó los lugares comunes del sentido común progresista, denunció las contradicciones y falsedades de los postulados del mercado y la política –que por su ejercicio en el campo de la publicidad y el estudio de la semiología desbrozaba con ojo clínico–, y los clichés del establishment cultural, como quien quiere asaltar una verdad y tirarla sobre la mesa como una tripa, a la vista de todos.

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Esta faceta de su personalidad, casi performática, acaso también pueda pensarse como parte de su construcción como autor: Fogwill arrastraba a sus interlocutores, como a sus lectores, al territorio, para muchos inhóspito, del pensamiento.

El gran provocador “Se dice que Fogwill está loco, que es insoportable, que más vale tenerlo lejos. En el mejor de los casos, se dice que es ‘un provocador’”, escribió Daniel Link en un texto titulado “Seis personajes para un autor”. Según el crítico y ácadémico, Fogwill daba “pruebas de una inteligencia superior, y por lo tanto un poco inhumana: como si se tratara de la inteligencia de una divinidad o de un alienígena, siempre un poco más allá de la capacidad de comprensión del común de los mortales. Ha decidido vivir afuera de todo lugar preconcebido del pensamiento”.

La provocación: “Actitud, una acción o conjunto de palabras con que se incita la ira o el deseo”. Así lo clarifica el diccionario, que sin embargo desconoce u omite que el deseo y la ira no necesariamente están disociados y en el caso de Fogwill, de hecho, muchas veces corrían en simultáneo.

Él se construyó como un provocador deliberado, implacable, que podía volverse mordaz e incluso repulsivo, que obligaba a quien lo escuchara a tomar postura, a moverse de lugar o asumir su propia violencia. A repensarse, pero sin solemnidad. Para sí mismo se reservó esta definición: “Cada escritor tiene su máscara y arma su pose. Mi pose es ésta: yo siempre aspiro a mentir con la verdad. Engañar de que valgo la pena diciendo que no valgo la pena”, dijo.

El escritor –que falleció el 21 de agosto de 2010, con 69 años, a causa de una afección pulmonar derivada de su conocida compulsión al cigarrillo– dejaría tras de sí cinco hijos y una obra ajena a las modas, cuya vigencia y magnetismo se revalorizan y ganan potencia con el transcurso del tiempo.

 

La lenta construcción de un autor

Había nacido en Quilmes en 1941, como el único hijo del matrimonio de Samuel Fogwill y Beatriz Pinzón. Su madre, de origen genovés, era descendiente de los Pinzón, la familia de marinos que acompañaron a Cristóbal Colón en su primer viaje a América, aunque este antecedente no quedara asociado en su memoria a su temprana fascinación por la náutica: a lo largo de su vida tuvo varias embarcaciones y pocas cosas le divertían tanto como navegar el Río de la Plata, acompañado o solo.

Cursó la primaria en una escuela religiosa de Quilmes y a sus 7 u 8 años escribió su primer poema: “Una porquería”, diría después. La experiencia, sin embargo, le demostró que podía ser mejor que el resto.

Dueño de una perspicacia fuera de lo común, aprendió a leer a los 4 años y a los 10 ya manipulaba un revólver Smith & Wesson. A los 15 tuvo su primer barco y con 16 años ingresó en la carrera de Medicina, para luego pasarse a Filosofía y Letras y finalmente cursar Sociología. Terminó ejerciendo como publicitario durante años, en los que se enriqueció, hasta que se decidió a dedicarse de lleno a la literatura.

Publicó en total una veintena de títulos entre los que se incluyen los poemarios El efecto de realidad (1979) y Lo dado (2001), los libros de cuentos Música japonesa (1982) y Cuentos completos (2009), y las novelas Muchacha punk (1992) y Vivir afuera (1998), por la que ganó el Premio Nacional de Literatura de Argentina seis años después. Fogwill se convirtió en un mismo movimiento en un autor de culto y un precursor.

Los libros de la guerra (Mansalva) recopila, a su vez, más de veincinco años de trabajo en publicaciones de distinto signo. Mientras que La introducción, su última novela –y que sus hijos encontraron en su computadora– se publicaría seis años después de su muerte.

Fogwill había iniciado una carrera literaria autopublicándose y creando su propia editorial de poesía, Tierra Baldía –en honor al poema de T.S. Eliot– después de ganar el Premio Coca-Cola, en 1980, por su cuento “Muchacha Punk”.

El premio incluía un cheque y la publicación de la obra y tuvo una enorme difusión. Pero llegado el momento, las condiciones del contrato por los derechos de autor le parecieron tan desventajosas que Fogwill cobró el dinero y le preguntó a su editor si, habiendo escrito un libro como el suyo, creían que podía él haber accedido a firmar un contrato como el de ellos.

Con su propia editorial terminó creando una colección legendaria. “Publiqué a tres o cuatro de los buenos, y además me colé yo entre los buenos, pero nunca busqué un carajo autores nuevos”, contaba. Allí publicó a Osvaldo y Leónidas Lamborghini y al poeta Néstor Perlongher. Su innegable olfato le llevaría también a descubrir la obra de otros colegas suyos, como Alberto Laiseca o César Aira cuando nadie antes había apostado por ellos.

Su obra –compuesta por relatos, novelas, poemas y artículos que en la actualidad siguen ganando lectores– tienen como marca distintiva un sentido del humor corrosivo y una prosa precisa, vertiginosa, cargada de referencias al momento en que fueron escritas.

Fogwill recorre temas muy diversos y hace foco en los traumas de la dictadura, los escenarios de la vida política y algunos episodios de la historia argentina del fin de siglo, como la guerra de Malvinas, en Los pichiciegos, que terminó siendo una de sus novelas más celebradas.

Inicialmente, ese libro –que el autor escribió propulsado por la cocaína, en dos días y medio, según él mismo contaba, a fines del mes de junio 1982, y apenas unas semanas antes de que la guerra de Malvinas terminara con la rendición argentina el 14 de junio de ese año– no llamó demasiado la atención, pero finalmente se convirtió en un clásico.

La primera edición de la que es considerada la mejor novela surgida con la guerra de Malvinas como trasfondo de la ficción, salió originalmente con el título Los Pichy-cyegos. Visiones de una batalla subterránea. El argumento gira en torno de un grupo de soldados argentinos –alrededor de 25–, enviados por la dictadura militar a las islas, que desertan y se ocultan en un refugio subterráneo. Para el Ejército oficialmente no existen, han sido dados por muertos, y el único objetivo de los jóvenes es sobrevivir confiando en que la guerra acabe y puedan volver a casa.

El libro ofrecía una versión poco épica de la guerra que se valoró con el tiempo. “La novela no quiere demostrar nada y sus personajes no están en condiciones ideológicas ni discursivas para reflexionar. Los pichis carecen absolutamente de futuro, caminan hacia la muerte, y en consecuencia, sólo pueden razonar en términos de estrategias de supervivencia”, subrayó Beatriz Sarlo.

Otro de sus temas recurrentes fue el amor, según definía él mismo. “No sé qué es pero sé que si hay algo que te puede salvar es el amor. Creo que tiene que ver con el amor propio, una cuestión neurofisiológica que te produce una sensación de totalidad; nada lo puede remplazar”, pensaba.

Convirtió su apellido en una marca: “Fogwill a secas, como Sócrates, como Platón. Soy una máquina de hacerme propaganda”.

En la madurez, el escritor concluyó en que escribía “para no ser escrito”: “Escribo para sentirme más dueño de mis actos que si sólo leyera y obedeciera a los estímulos del mundo”, reconoció en una entrevista de sus últimos años. También dijo: “Hay grandes escritores que en la cancha pueden ser virulentos peleadores y después en la literatura tienen miedo. ¿Pero de qué? ¿De fracasar? Si ser escritor ya es fracasar. ¿Qué peor te puede pasar? ¿Cuál sería el éxito de un escritor? ¿Ganar el premio nacional, 1.500 mangos por mes? ¿La jubilación de un sargento?”.

Para entonces, se había peleado con otros intelectuales; con el divorcio, a pesar de haberse separado muchas veces; con los impulsores del matrimonio gay (el matrimonio es “la institución más mierda que produjo la sociedad contemporánea”, decía). Y también se había manifestado contra la legalización del aborto y la de la droga, que no se privó de consumir, con la lógica de mercado, aunque le gustaran tanto el dinero y el poder.

Muchos de sus contemporáneos lo evitaban, aunque secretamente lo admiraran, y otros empezaban a imitarlo.

“Te empiezan a copiar los gestos del escándalo”, le hizo notar el escritor, Martín Kohan, que lo entrevistó en 2006.

“Dejalos”, respondió Fogwill, “les va a salir como el culo”.

 

(Clarín)

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