Somos lo que dejamos en los otros

Por Ángeles Mastretta

Cultura 30/05/2023 Hora: 12:00
 Ilustración: Alma Rosa Pacheco
 Ilustración: Alma Rosa Pacheco

Maicha se llamaba María Luisa. No sé si esto ya lo conté en alguna parte. El caso es que quiero volver a recordarla. Maicha se llamaba María Luisa y es la mujer más intensa que he conocido. Y una de mis más queridas. Cuando yo tenía 5 años, ella tenía 10. Éramos primas hermanas. Me llevaba una eternidad que con el tiempo fue acortándose hasta que por ahí de los 30 nos volvimos de la misma edad. Cuando fui a España a presentar el primer libro mío que viajó a alguna parte, dormimos en el mismo cuarto, como hacía media vida que no nos sucedía. En realidad no dormimos. Yo la invité a mi hotel viendo a la fuente de Neptuno y conversamos toda la noche. Al día siguiente, sábado, ella se quedó perdida en la nube de nuestras memorias y yo bajé a una sesión de fotos en la que salí veinte años más vieja que en la del día anterior. No volvimos a soltarnos. Ella vivía en Madrid porque trabajaba como delegada de la Secretaría de Turismo de México, pero no nos faltaba ocasión telefónica. ¡Qué difícil contarla! Tengo una foto en la que estamos sentadas en el jardín de mis abuelos y ella me está abrazando. Siempre fue mucho más fuerte que yo. Tenía el pelo muy negro, yo lo tenía pálido. Las dos tuvimos una infancia feliz y una adolescencia estupefacta. Ella se enamoró varias veces, reunía en sí misma todo el no va más de los amores infortunados. El mayor, quizás el único importante, el que tuvo por un hombre moreno con el que no podía casarse. Como remedio se casó con un mal tipo al que se lo notaba que lo era. Lo sabíamos sus primas, pero ni para decírselo, porque ella fue de las que son capaces de inventarse un clavo para sacar un clavo que nunca saca nada. El sujeto no supo ni quererla ni tratarla. Y de las varias desgracias que le pasaron a Maicha, ésa fue la única que nos tardamos en saber, porque la avergonzaba que Hiniesta (a quien nuestro abuelo llamó Yniestá) se portara tan mal con ella.

 Ilustración: Alma Rosa Pacheco

Maicha nunca tomó demasiado en serio la sentencia que dice que “quien canta sus penas espanta”. Ella casi siempre cantó las suyas, pero no espantó a nadie porque tenía las ventanas del ánimo abiertas de tal modo a escuchar las pesadumbres ajenas que cualquiera que se acercaba tejía una trenza con las de ella hasta que ya no se sabía cuáles eran de quién, y una suerte de cobijo caía sobre todas volviéndolas un asunto común y por lo mismo menor.

Se hacía la vida fácil porque tenía, en la condición inocente de su índole, voluntad y talento para creer en fantasías y gozar con los juguetes que se le iban poniendo en el camino. Cuando salieron los primeros lentes de contacto a color, ella se compró unos azules y sin ninguna timidez se echó al mundo con ellos. Si había que ponerse pestañas postizas, ella daba con las más grandes; si vendían en la playa collares de caracolas, ella los compraba aunque no fuera a usarlos nunca. Atesoraba cosas, pero sólo como un remedo de su verdadera pasión: atesorar momentos. Con mucho cuidado iba guardando los suyos y a veces los ajenos, sin olvidarlos jamás. Recordaba asuntos que medio mundo olvida. Por ejemplo: de qué color era el vestido que usó en su fiesta de 9 años, en dónde habían comprado la tela y quién se lo había cosido. Todo esto no porque su cumpleaños nueve hubiera sido muy distinto de los otros, sino porque con la misma precisión recordaba todos los demás. Tenía consigo las frases de su abuelo, los gestos de su abuela, el tiempo en que floreaba un árbol específico, la conversación que había tenido un martes 3 de febrero con un hombre de signo Leo y la que cada una de entre cualquiera de sus amigas había tenido con cualquiera de sus novios. No se sabe si discriminaba memorias, pero aún me sorprende la perfección de sus recuerdos. Ojalá y nos los hubiera podido heredar, a mí y a sus hermanas que hace dos días nos lamentábamos de ir olvidando tantas cosas. No las de ella, no la luz de sus palabras, no sus desvelos, no su compañía, no su largo dolor amortiguado siempre por el gusto que le daba estar viva.

Tuvo cáncer durante mucho tiempo. Un cáncer de tal modo feroz que, cuando se lo encontraron, los médicos dijeron que viviría tres meses. Los estiró a doce años. “Es que yo todavía no me quiero ir de la fiesta”, me dijo una tarde. Larga tarde en que nos abrazamos hasta tarde.

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La recuerdo ahora porque he llegado a la edad de las despedidas frecuentes. Y quienes vivimos en el desamparo de no confiar en la idea de otra vida, tenemos que ser más estoicos al decir adiós. Aunque sólo sea en eso, aunque en todo lo demás seamos débiles, porque quien vive sin confiar en la propia eternidad está más desamparado que el 95 por ciento de la población mundial. Nos portamos arrogantes, porque si “la religión es el opio del pueblo”, nosotros sólo confíamos en el opio que puede caber en una pastilla para dormir bien. No como nuestros amigos, los que creen que la muerte se trata de “pasar a otra dimensión”. Ni se diga los que creen en el cielo, la resurrección de los muertos y el juicio final. Somos, la verdad, en eso, unos infelices que se sienten más inteligentes que otros porque creen que polvo serán y no precisamente enamorado. De ahí, quizás, que nos aferremos con más tenacidad a la memoria de nuestros muertos. Porque no nos queda más remedio que confiar en que somos lo que dejamos en los otros. Por eso, muchos de estos desafortunados seguimos creyendo en que vale la pena salir a marchar en defensa de lo que construimos, entre otras cosas, marchando. Aunque quienes nacieron en los ochenta y los noventa nos miren compadecidos, con los mismos ojos con que se mira a quienes se quitan el dolor de cabeza con chiqueadores (rodajas de hierbas o de papel, que untadas de sebo u otra sustancia, se pegan en las sienes como remedio casero para los dolores de cabeza en México) de papa. Salimos a protestar, “qué cosa más inútil”, porque ésa es una manera de quedarnos con nuestros muy queridos, cuando las jacarandas florezcan sin que podamos verlas. Y el mundo, si no es mejor, tampoco sea mucho peor. Sea, por lo menos, un mundo en el que las mujeres como Maicha no tengan que casarse con un imbécil para librarse de otro; un mundo en que la credencial del INE (credencial del elector, en México), con todos y los mil diagramas que la vuelven insustituible, siga sirviendo, también, por ejemplo, para votar en paz.

 

Ángeles Mastretta
Escritora mexicana. Autora de Yo misma. Antología, El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos. Artículo original de delabsurdocotidiano.nexos.com.mx 

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