Sanewashing: el arte de suavizar a los fascistas

Siri Hustvedt escribió sobre el fenómeno actual de banalizar la locura y las conductas extremistas de los líderes políticos. ¿Y por casa?

Cultura 24/05/2025 Hora: 14:35
Sanewashing: el arte de suavizar a los fascistas
Sanewashing: el arte de suavizar a los fascistas

El 18 de abril de 2025 apareció en el diario español El País un artículo de opinión firmado por Siri Hustvedt –gran escritora estadounidense, viuda de Paul Auster– que se titulaba: “El fascismo en los Estados Unidos”. La primera versión había aparecido en el diario francés Le Monde el 9 de abril; unos pocos días después, la autora lo subió a Facebook en su versión original en inglés. La nota es una invocación para llamar a las cosas por su nombre: al fascismo, fascismo. Mientras tanto, en la Argentina asistimos cada tanto a discusiones con pretensiones semánticas, históricas y éticas acerca de cómo podemos o no referirnos al Gobierno que conduce hoy nuestros destinos. 

Cuenta Hustvedt: “Mi padre solía decir: ‘Cuando el fascismo llegue a Estados Unidos, lo llamarán americanismo’ (…) Las palabras importan. Alteran la percepción humana, excitan las emociones e influyen en el rumbo de los acontecimientos políticos”. Y enumera una serie de hechos puntuales por los que considera que a la actual administración de su país le corresponde ese nombre. Recomiendo su lectura completa. Pero lo que más me llamó la atención fue un concepto que, aunque no es nuevo, yo conocí por primera vez al leerlo en la mencionada nota de opinión de Hustvedt: sanewashing. Sane: por sano, cuerdo, sensato. Washing: por whitewashing, blanquear o disimular algo. Podríamos definirlo entonces como el arte de blanquear lo insensato.

Una estrategia discursiva por medio de la cual, algunos medios tradicionales y algunos analistas moderados, recurren a paráfrasis limitadas con la excusa de sostener un tono más razonable del discurso de ciertos líderes, adecuado a sus lectores u oyentes. Recordemos que paráfrasis es explicar las palabras de un texto o de otra persona usando las propias; pero claro, como algunas de las usadas por quienes ejercen el poder son muy vergonzantes, no las hacemos propias y las evitamos, incluso cuando podríamos citarlas textualmente porque estamos trasmitiendo el discurso de un tercero. 

Más allá de Hustvedt y Trump, por estos pagos los ejemplos sobran. Suelen ser palabras sueltas o usos metafóricos que describen un largo arco de lo repudiable. Podemos mencionar: “mandriles” –que nuestro presidente usa para señalar que son animales que tienen su parte trasera colorada–, “degenerados”, “infradotados”, “mogólico”, “mis rubias voluptuosas”, “ser siniestro”, “repugnante”, “hijo de re mil putas”. En cuanto a las metáforas, son abundantes las referidas a orificios anales violentados que necesitan “Adermicina” –un producto utilizado para tratar las hemorroides–, las referencias al tamaño del miembro viril de un burro, o las alusiones a que los que no pensamos como nuestro presidente tenemos algún elemento extraño adentro –un palo, una estaca, o lo que fuera– que los supuestos vencedores nos introdujeron por la fuerza a través de algún orificio de nuestro cuerpo.  

Vale la pena recordar estos ejemplos porque de lo contrario, si los trivializamos o ignoramos, caeríamos en lo que justamente describe el sanewashing, la técnica que se utiliza para darle una lavada a lo descabellado. Esa es la estrategia: presentar ideas o figuras extremistas como moderadas o racionales, para que sean más fáciles de aceptar por el ciudadano medio. Y frente a este proceder, creo que lo más interesante no es enfatizar en los medios o periodistas que lo hacen porque son evidentes aliados del gobierno, sino señalar que esto sucede incluso en aquellos medios que pretenden hacer un periodismo objetivo. Recuerda Hustvedt en su artículo que el New York Times fue acusado por prestigiosos colegas de recurrir a esta técnica. 

Se me pasó en su momento, pero también se ocupó del tema sanewashing la periodista española Marta Peirano, un poco antes que Hustvedt, en septiembre de 2024, en una nota de El País titulada: “Trump no es un genio del mal”. Dice Peirano: “Parece inverosímil, pero quizá es inevitable. Una parte importante del trabajo de un periodista es explicar lo que significan las cosas. (…) Y otra parte importante del trabajo es hacerse entender, en el espacio disponible. Hay que sintetizar sin dejar de tener sentido, a menudo sin controlar el contexto, casi siempre contra reloj”.

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Y llega a la conclusión de que es así, incluso sin mala intención, que los periodistas editan y analizan estos discursos para dar sentido a aquello que suele no tenerlo. Según Peirano, Jeffrey Goldberg el editor de The Atlantic, enunció la práctica con otro nombre: “Sesgo hacia la coherencia”. En septiembre de 2020, Goldberg publicó en un informe los siguientes dichos de Trump: “Los estadounidenses que murieron en la guerra son ‘perdedores’ y ‘tontos”.

Según el periodista, el entonces también presidente de Estados Unidos lo dijo al cancelar una visita en 2018 al Cementerio y Memorial Estadounidense de Aisne-Marne en Francia, donde hay restos de 2.289 militares estadounidenses caídos en combate durante la Primera Guerra Mundial. Trump lo negó y tuiteó: «¡Estas son más noticias falsas inventadas por fracasados ​​repugnantes y envidiosos en un vergonzoso intento de influir en las elecciones de 2020!”. Goldberg explica el sesgo de este modo: “Funciona así, Trump suena como un loco, pero no puede estar loco porque es el candidato presunto a la presidencia de un partido importante, y ningún partido importante nominaría a alguien que esté loco”. Recordemos algunas otras perlas de insensatez trumpiana: en la última campaña dijo que los inmigrantes haitianos comían gatos de sus vecinos de Springfield y que las mujeres abortaban en el noveno mes de embarazo.

Bajando a través de nuestro continente por la Carretera Panamericana, desde ese país del norte hasta nuestras latitudes, lo de pertenecer a un partido importante y con trayectoria no se verificaría –por el momento–, pero hay excusas equivalentes para descartar la insensatez: que lo votó el 56% de la población, que lo apoya tal político de renombre, que lo recomienda un famoso economista, que tal partido consolidado o con historia le vota todas las leyes y le habilita el uso de facultades extraordinarias. Con esos pretextos, dado que el oficio periodístico supuestamente incluye hacer digerible a los lectores cuestiones complejas de política, economía, derecho y otras materias específicas, los periodistas se enfrentan al desafío de hacer legible la charlatanería y la vulgaridad.

Así es que no suelen aparecer en los grandes medios citas textuales repugnantes como la mencionada frase “la tienen adentro”, o el adjetivo “envaselinados” referidos a niños de jardín de infantes, o la imagen “me meto bajo sus sábanas”, o referencias explícitas a culos destrozados que necesitan crema hemorroidal. Parafraseamos, lavamos, no nos atrevemos. Donde hay insultos, suavizamos, traducimos, intentamos trazar un camino hacia la cordura. ¿No será momento de dejar de hacerlo? ¿No será momento de que lo dicho le llegue al ciudadano tal como fue expresado, que confiemos en su capacidad para discernir cordura de insensatez?

 

¿Por qué es importante señalar el sanewashing? 

Porque pasa desapercibido para la mayoría. Porque lejos de los gritos o improperios que pueda lanzar el máximo dirigente de algún país como Estados Unidos o como el nuestro, los que vienen detrás de él a legitimar el autoritarismo –funcionarios, políticos aliados, periodistas afines, figuras públicas divertidas con el personaje– lo hacen con voz suave y muchas veces luciendo un prolijo traje o un vestido de diseñador, tratando de posicionarse en un lugar de madurez, que los habilita a decir que no hay que quedarse con las formas sino con el fondo, que vale la pena pagar el costo del insulto si se logra bajar la inflación, sostener el dólar y contener el gasto –como si tuviera que ver una cosa con la otra–, mientras lo que intentan hacer es anestesiar nuestra percepción.

Y así logran que sintamos que tal vez exageramos, que quizás somos demasiado sensibles, que a lo mejor malinterpretamos, que deberíamos reírnos porque en realidad lo dicho es gracioso o frontal o “habla como lo hace la gente común”. Pero no, porque no nos causa gracia y porque la gente a nuestro alrededor no insulta de esa manera; simplemente, si lo aceptamos, es porque la técnica de sanewashing surtió efecto.

Entonces, ¿tienen algunos medios responsabilidad de que creamos que ciertas barbaridades son apenas cuestiones de formas? ¿Que consideremos que insultos escatológicos son la manera de expresarse de alguien “excéntrico”? Según Brian Klaas, politólogo, profesor y colaborador de The Atlantic, podríamos estar frente a lo que él llama “la banalidad de la locura”: a fuerza de repetición, dejamos de darle importancia a algunas barrabasadas, incoherencias o disparates. En su ensayo “The banality of crazy continues” –con referencia directa al concepto de la banalización del mal, introducido por Hannah Arendt–, Klaas advierte que cuando los políticos poderosos actúan con locura de forma constante, los medios dejan de tratarlo como noticia.

Y en otro ensayo, “The case for amplifying Trump´s insanity”, plantea una crítica directa a la forma en que los medios transmiten los comportamientos y discursos extremistas del presidente norteamericano. Rechaza el argumento que esgrimió el mismo New York Times acerca de que comentarios incoherentes de Trump reciben poca atención debido a su frecuencia, ya que dejan de asombrarnos. Klaas tampoco está de acuerdo con los que dicen que no conviene amplificar esos dichos insensatos; propone, en cambio, no pasarlos por alto sino contextualizarlos, mostrar su peligrosidad. Y alerta que el riesgo, más allá de la falta de asombro, es la “fatiga moral” de la ciudadanía. 

Según su ensayo, los medios tienden a resaltar errores menores de políticos convencionales (lapsus, error involuntario, traspié físico) mientras minimizan o ignoran los dichos de aquel que nos inunda con incoherencias. Por eso Klaas convoca a “romper con la banalidad de la locura”, llamar a lo insano con su nombre, aunque lo veamos todos los días. Y no es algo que pretende que se considere sólo con respecto a Trump, sino con respecto a todos los líderes que tengan la siguientes características: abusan del espectáculo mediático, usan provocaciones constantes, se benefician con el doble estándar mediático que le exige menos a ellos por excéntricos que a otros. Que cada cual le ponga el sayo a quien le quepa.

Dice Hustvedt en el artículo que me llevó a escribir esta nota: “Las palabras importan. Las palabras son acción. Hablar y escribir públicamente, o en la clandestinidad si se agrava la represión, será crucial para contribuir a que la segunda versión de Trump conserve o pierda su autoridad”. Parece clave llamar a las cosas por su nombre, citar dichos sin suavizar, no sentir vergüenza por repetir de manera textual la vulgaridad o el insulto expresado por el poder. Aunque Hustvedt hable de otro país, no es tan difícil trazar semejanzas. Yo le agradezco su texto y tomo nota.

 

Por Claudia Piñeiro / Cenital

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