20 de junio de 1820: El día que la provincia de Buenos Aires no tuvo gobernador
Mientras Manuel Belgrano acababa de fallecer, Buenos Aires tenía tres gobernadores. ¿O no tenía ninguno?

El 20 de junio de 1820, mientras transcurre el último día de vida de Manuel Belgrano, la provincia de Buenos Aires tiene tres gobernadores. O, mejor dicho, ninguno.
Como esta historia empieza muchas décadas atrás, vamos a ponerle un inicio caprichoso unos meses antes. Es febrero de 1820 y el gobierno central, en cabeza del general José Rondeau, pierde la (primera) batalla de Cepeda, un enfrentamiento contra las fuerzas federales al mando de Estanislao López y Francisco Ramírez.
Rondeau encabeza por entonces un Directorio debilitado frente a las provincias, especialmente por el Litoral abroquelado con la Banda Oriental de José Artigas. Un año antes, Estanislao López había impulsado en Santa Fe una constitución provincial, democrática y federal, en tensión con la unitaria carta constitucional para las Provincias Unidas que había sancionado el congreso nacional.
Las tropas de López y Ramírez emprendieron viaje hacia Buenos Aires para enfrentar el centralismo porteño. El Directorio echó mano de lo que tenía cerca. Llamó a las tropas del norte a que regresaran pero, al llegar a Arequito, estas se sublevaron y se entregaron al general cordobés Juan Bautista Bustos. Rondeau convocó entonces a las tropas portuguesas que ocupaban Montevideo para que lo ayudaran con la resistencia. La convocatoria a tropas extranjeras para resolver un conflicto interno expuso el principio del fin del intento de unidad nacional. El Directorio debió además recurrir a la movilización de las milicias porteñas, que llegaron a la cañada de Cepeda el 1° de febrero de 1820. Se enfrentaron a las fuerzas federales y fueron derrotadas.
La batalla de Cepeda
Los vencedores de Cepeda avanzaron sobre el poder central de Buenos Aires, exigieron la disolución del Congreso y la autonomía plena de las provincias. Frente a la nueva realidad, Rondeau renunció y Buenos Aires se constituyó entonces como una provincia independiente. Los caudillos triunfantes del Litoral exigieron que el nuevo gobierno surgiera de un cabildo abierto. Este creó la primera Junta de Representantes de la provincia, en la que 182 asistentes designaron a doce representantes. Estos últimos decidieron que Manuel de Sarratea fuera el primer gobernador de la provincia de Buenos Aires.
Su primer acto será firmar el tratado de Pilar, en el que declara la necesidad de organizar un nuevo gobierno central bajo ciertas condiciones. La forma de gobierno debía reconocer la existencia de las provincias –es decir, una federación– y debía garantizarse la libre navegación de los ríos internos, entre otras cosas. Se saldaba, al menos hasta ese momento, la histórica disputa entre la Aduana de Buenos Aires y las provincias.

El tratado de Pilar puso fin al primer intento de organización nacional luego de la Independencia. El proyecto de las Provincias Unidas, que suponía la unidad sobre la base de la estructura colonial heredada del Virreinato. Pero lo nuevo no terminaba de nacer. Luis Alberto Romero, en Breve historia de la Argentina, le llama “la época de la desunión de las provincias”, a ese momento de quiebre con el orden postcolonial, caracterizado por una serie de grupos regionales, económicos e ideológicos que oponen sus puntos de vista para encontrar una nueva fórmula a la unidad nacional. Porque si en 1820 terminó el primer intento de unidad nacional no había terminado la búsqueda del objetivo.
Dirigencia heterogénea
Así llegamos a junio de 1820. De Cepeda en adelante, advierte Fabián Herrero en De la política colonial a la política revolucionaria, queda expuesto que la dirigencia bonaerense no es un bloque ideológico homogéneo. Sarratea, por su visión más federal en una provincia unitaria, había asumido el mando de la naciente provincia en acuerdo con los vencedores de Cepeda. Sin embargo, su vínculo era fluctuante. Fue suficiente para sobrevivir en ese primer momento de crisis, pero no para institucionalizar su gobierno (ni los posteriores).
Es que la crisis no se fue nunca. A principios de marzo, Sarratea sufre un intento de destitución. El general Miguel Soler denuncia ante el Cabildo que el gobernador derivó al ejército federal armamento perteneciente a la provincia. Presenta los documentos que muestran una entrega de 800 fusiles, 800 sables, 25 quintales de pólvora para fusil y 25 quintales de plomo. Sarratea abandona Buenos Aires y se instala en Pilar. Juan Ramón Balcarce se suma al intento destituyente, acuartelando sus tropas. En paralelo, la Junta de Representantes se autodisuelve, dice, porque el número de sus miembros no es suficiente para funcionar. Es cierto, pero tal vez no inocente.
Los revolucionarios piden una reunión del Cabildo pero no logran juntar a más de ocho miembros. Entonces un grupo de personas se reúne en la Plaza de la Victoria con un petitorio firmado por 165 ciudadanos. Declaran que el gobierno de Sarratea no es de su confianza y piden la renuncia por el asunto del armamento. Al día siguiente, Balcarce asume la gobernación y forma un gobierno a contramano de los nuevos aires: directorial, unitario y con la presencia de Carlos María de Alvear, enemigo de Soler. Este último, desencantado, regresa a las filas del gobernador depuesto. La aventura de Balcarce no dura más que una semana. Sarratea resulta repuesto en su cargo, con el apoyo de Ramírez, y Balcarce debe huir a Montevideo. Semanas después fracasa otro intento similar, esta vez en cabeza de Alvear.
Eje de poder en Buenos Aires
Se consolida un nuevo eje de poder en la provincia. El caudillo entrerriano Ramírez, por un lado, recompensado por su participación en el freno a Balcarce; el general Soler, que luego de haber participado al comienzo de las intrigas cambia de bando y se constituye como principal figura militar de la provincia; y el Cabildo, que toma su lugar ante la ausencia de la Junta de Representantes. Sarratea tiene la tarea de hacer equilibrio entre los tres. Y fracasa. Ramírez comienza a desconfiar por la demora en el envío de más auxilio militar. Soler sospecha que Sarratea algo tuvo que ver en el levantamiento de Alvear, que más que un golpe de Estado parecía un golpe contra su jefatura militar.
Entonces el gobernador toma una decisión. Antes de disolverse, la anterior Junta de Representantes había llamado a elecciones que nunca se hicieron y Sarratea decide convocarlas para reemplazar a la Junta disuelta. La estrategia no funcionó, al menos para él. La elección para un nuevo cuerpo debía realizarse el 21 de abril. Pese a los esfuerzos oficiales y de la prensa en la convocatoria, la participación electoral fue tan baja que debieron suspenderlas ese mismo día. Cuenta Marcela Ternavasio –en La Revolución del voto, un libro imprescindible– que entonces apareció un mecanismo novedoso. Entre esa semana y la siguiente, cuando tendría lugar la nueva elección, los tenientes alcaldes fueron casa por casa avisando a los vecinos que habría elecciones. Estos debían firmar un acuse de recibo dándose por enterados de su deber de ir a votar.
Pero tampoco funcionó. El 27 de abril, el candidato a la Junta de Representantes más votado obtuvo apenas 212 votos. Hubo más candidatos a los cargos –265 en total– que electores totales. Y eso considerando la ciudad. El panorama en la campaña fue aún más desolador. Aunque no quedaron registros sobre ese escrutinio, cuenta Ternavaso que el alcalde de Areco le comunicó al gobernador Sarratea que no habían logrado convocar más de ocho vecinos.
Una nueva Junta
De todas formas, la Junta de Representantes se constituyó en mayo. La falta de participación había desembocado en una sorpresa. Una Junta de composición similar a la anterior disuelta, de corte centralista y ligada al poder económico-social de la provincia. Acorralado, el gobernador se vio obligado a jurar que reconocía que la soberanía de la provincia se había depositado en esa Junta. Era una forma de aceptar su final, que se formalizó el 2 de mayo cuando abandonó la ciudad.
La nueva Junta, que pasaba de ser un órgano electoral de segundo grado a comenzar a instituirse como un proto Poder Legislativo, nombró a un nuevo gobernador: Ildefonso Ramos Mejía. De pasado directorial y centralista, fue nombrado con fecha de vencimiento (ocho meses), tal era la debilidad. Su decisión de retener el cargo de Capitán General de la Provincia, en detrimento de Soler, le selló la suerte. Cuando este se sublevó desde Luján, donde estaba apostado para frenar cualquier avance de las tropas federales sobre Buenos Aires, la crisis volvió a estallar. El Cabildo de Luján tomó una decisión osada y nombró gobernador a Soler. Era el 20 de junio.
Vista la situación, Ramos Mejía presentó su renuncia ante la Junta de Representantes, que la aceptó. Pero esa aceptación no significaba el nombramiento automático de Soler. El Cabildo pidió al gobernador saliente la entrega del bastón de mando –es decir, de la soberanía.
Tres gobernadores
Había entonces tres gobernadores. El renunciado Ramos Mejía. El Cabildo de Buenos Aires, depositario de la soberanía derivada de la Junta de Representantes. Y Soler, nombrado por el Cabildo (pero de Luján) que no ingresaría a Buenos Aires hasta no tener la garantía de que el Cabildo porteño lo aceptaría. Había entonces tres gobernadores aunque, en verdad, ninguno. “En aquellos instantes gobernó el que quiso, o más bien el pueblo se mantuvo acéfalo”, escribió meses después La Estrella del Sud (se puede consultar aquí) sobre los aciagos días de junio de 1820. Pasaron dos días hasta que Soler se hizo con las garantías necesarias e ingresó en Buenos Aires para asumir la gobernación.
Por fuera del episodio, empezaba a nacer algo que todavía no tenía forma. El primer intento de suplir el vacío monárquico con la autoridad local se había apoyado sobre las estructuras centralistas del virreinato. El intento había fallado y debía suplirse con un nuevo diseño –una confederación– y también una nueva fuente de autoridad. Circuló más como una intuición, interrumpida por la guerra civil, que había nacido con la Revolución de Mayo: el conflicto político, lejos de ser suprimido en favor de la unidad, debía ser canalizado de alguna manera. Como decían los hermanos norteamericanos de la época, el faccionalismo era el aire que alimentaba el fuego. Pero había que evitar su desborde.
Faltaría mucho tiempo –aunque el siguiente gobernador, Dorrego, iba a hacer una contribución en ese sentido– para que la provincia (y luego el país) acordara que la fuente de legitimidad de las autoridades debía nacer de la voluntad popular. Y que ella debía expresarse a través de elecciones periódicas. Sobre este punto, escribe Ternavasio, no había vuelta atrás.
Por Tomás Aguerre* en Cenital
*Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Nacido en Olavarría