La ruta del maíz, un viaje por América Latina
La periodista Karina Ocampo viajó por Argentina, Bolivia, Perú y México para conocer todo sobre uno de los pilares fundamentales de la alimentación de la humanidad: el maíz. El libro “La ruta del maíz” es una crónica e investigación periodística de lo conocido a través de su itinerario. En este extracto, el recorrido de la autora por Moray y Chinchero, en Perú.
Por Karina Ocampo
Llegar a Moray por mi cuenta no era tan fácil como parecía, a veces un tour resuelve mejor la incomodidad que tiene el precio de la independencia. En general, el valle es económico. Por menos de diez soles, que equivalen a tres dólares, puedo salir desde Cusco y llegar hasta el pueblo más lejano, pero hay que saber dónde bajar y transbordar para, en el siguiente tramo, esperar el indicado y tener paciencia hasta que se llene. Siempre confío en mi suerte, pero a veces mi ángel me abandona y si alguna de las variables falla, tardo horas y horas. Se aprende con el tiempo, sobre todo cuando uno conecta con los pueblos, con la experiencia, y dejan de ser nombres impronunciables para tener una forma concreta en la memoria.
Desde Yucay tomo dos buses y un taxi particular en el pueblo de Maras para arribar a las “ruinas” circulares de Moray. Borges se habría vuelto loco: también este parece un anfiteatro, el escenario ideal para soñar y ser soñado. Es un centro experimental, cuatro galerías de forma elíptica, cada una con andenes de diferentes niveles. Según algunos historiadores y los guías que nos ofrecen el paseo, fue una especie de laboratorio de investigación agrícola. Las alturas propiciaban un ambiente climático diferente en cada nivel. Si estamos a 3550 metros sobre el nivel del mar, el de abajo debía estar a una temperatura similar a la de 2600 metros sobre el nivel del mar, por lo que la variación era mayor a 15 grados centígrados, y los cultivos podían pasar por etapas de aclimatación, temporada tras temporada hasta adaptarse al frío, en un piso de grava, arena y tierra fértil. Eso permitió que sembraran cientos de especies vegetales.
Es muy probable que hayan desarrollado una gran variedad de maíz, de quinua, kiwicha y papa, con un sistema avanzado de filtros subterráneos para riego y almacenamiento del agua de lluvia. También pudo haberse usado como observatorio astronómico. En realidad, nunca los sitios de ciencia estaban separados de la espiritualidad. Me alejo de las terrazas restauradas y voy hacia las que aún se mantienen originales. Me gustaría bajar, pero ahora está prohibido. Solo quiero estar sola, basta de fotos y turistas, necesito concentrarme en el cielo limpio, la cadena montañosa nevada y estos círculos que me intrigan tanto que no dejo de mirarlos.
Un grupo de personas con ropas blancas hacen una meditación en ronda y con los ojos cerrados, me apuro a pasar del otro lado y me acomodo cerca de un letrero que indica que este es el Simamuyu Ccollpaqt’oqo. Todo me parece una ilusión, lo que veo, lo que pienso, ¿cómo puede ser que vivamos en cajas de zapatos en las ciudades cuando existen lugares como este? ¿Por qué no hacemos más terrazas agrícolas y aprendemos a agradecer al sol?
Chinchero
Me apuro para volver, el tiempo es lo que vuela. Tardé más de lo planeado y el taxista me reta por mi demora: "¡Por esperarla perdí un viaje!", me reclama y apenas me dirige la palabra de regreso. No debería, pero las horas siguen su curso. Mañana vence mi boleto turístico y tuve que elegir entre lo que me quedaban por conocer. En el mercado del pueblo, almuerzo un plato de arroz a la cubana, que es arroz blanco y ensalada, acompañados por plátano frito. Mi siguiente destino es Chinchero.
El pueblo no es popular para el turismo, pero si se concretara el proyecto de trasladar el aeropuerto que está en medio de la ciudad de Cusco —el Velasco Astete— a esta parte del valle, y si fuera todo lo grande que planean, entonces se transformaría en el lugar de arribo para los que vienen de otros países y ya no lo encontraría tan vacío como hoy.
Es jueves por la tarde y me bajo donde me indica el chofer del bus, cerca de un monumento de los que veo en todos los pueblos y que suele ser representativo de alguna característica del lugar. En este caso, se trata de una mujer con su vestimenta típica, un tejido de lana sobre su mano y un gesto enérgico en su rostro. En el cantero cubierto de flores, un cartel de la municipalidad recuerda: “El jardín es tuyo. Tú eres el jardín”.
Entrego mi ticket para ingresar a la parte histórica del pueblo y a cada paso que doy, más me enamoro. Hay casas de adobe sobre piedra, la mayoría pintadas de blanco y con techo a dos aguas. Subo por las escaleras y miro las artesanías. Veo mochilas, bolsos, toritos de cerámica para la fertilidad, los textiles son tan coloridos como el mismo arcoíris, el k’uychi al que los incas veneraban y que aparecía seguido en época de lluvias. Al lado de la iglesia, las tejedoras me ofrecen más ropa y artesanías, no me alcanzan los ojos ni el dinero para absorber la belleza de los tejidos de alpaca o de oveja teñidos en forma natural.
Esta fue la residencia del inca Túpac Yupanqui, incendiada por los mismos incas para no abandonarla en manos españolas. La iglesia colonial del siglo XVI, que se eleva al cielo de los cristianos, está construida sobre su base. Práctica habitual la de sustitución de idolatrías que, sin embargo, no sirvió para que los nativos se olvidaran de su propia cultura. Todavía cubierta de oro por dentro, la misa se da en quechua. Quedan las hornacinas, algunos muros y rastros de culturas previas, al parecer, los killkes también dejaron su huella.
Me impresiona la zona de andenerías, interminables desde los 3750 metros sobre el nivel del mar y en declive hacia lo que aparenta ser un valle fértil en el que veo a un hombre trabajar su cultivo con un burro, o tal vez un caballo, no alcanzo a distinguirlo desde la distancia. Especie de altares en donde se colocaban los elementos que se veneraban. Existen algunas wakas, figuras formadas por las rocas, que representan diferentes seres sagrados o apus: un puma, un cóndor de alas replegadas o las montañas que tengo enfrente, Verónica, Salkantay y Soray, en menor tamaño. También hay chincanas, galerías y laberintos ceremoniales con escalones, tallados en rocas que parecen volcánicas, muy similares a las de Saqsaywaman.
Otra vez sola, miro el horizonte, el monte del otro lado, los sembradíos más lejanos, por aquí pasa el Qhapaq Ñan, el famoso camino del inca, que une Cusco con Machu Picchu. Disfruto como nunca del regalo de la naturaleza, de algún dios, o de todos los dioses juntos que me permiten quedarme en este tiempo detenido y percibir los olores de la tierra húmeda que anuncian que muy pronto lloverá.
¿Qué pasará si los aviones comienzan a llegar tan cerca? Ningún estudio de impacto ambiental debería ser aprobado sin tener en cuenta lo importante que es este lugar para la historia de la humanidad.
Federico Kauffmann Doig, antropólogo, arqueólogo e historiador peruano, en un artículo al respecto, escribió sobre lo que considera un atentado contra el patrimonio cultural de la nación; el museo viviente, donde se conjugan los elementos incas —e incluso anteriores— con los coloniales, sufriría un impacto negativo irreversible. Sin embargo, el proyecto pensado en los ochenta, y tantas veces suspendido, continúa en marcha con la oposición de gran parte de los pobladores rurales de Cusco y de organizaciones sociales. Ellos saben que este lugar es sagrado y no puede tocarse.
*El libro “La ruta del maíz” fue editado por Galerna.